Vamos a comenzar relatando lo más bonito de esta historia. La Reina Victoria I de Inglaterra conoció a su primo, el Príncipe Alberto de Sajonia, antes de convertirse en reina. Él era uno de los pocos hombre jóvenes que Victoria había tratado en su vida y el primero con el que se le permitió conversar a solas, pero desde el primer momento lo que sintieron el uno por el otro era tan inmenso y verdadero que del romance pasaron a convertirse en marido y mujer, el 10 de Febrero de 1840, basando su matrimonio, de principio a fin, en la confianza y el respecto.
La reina Victoria eligió para su boda un vestido de novia blanco. Es ahí donde nace, como tal, el que hasta hoy es el color por excelencia de todas las novias.
Éstas antes se casaban de cualquier color excepto de negro, por estar asociado al luto, y de rojo, por estarlo a la prostitución.
Pero ella no eligió el color blanco porque significase inocencia, pureza o virginidad, sino por el capricho de cambiar la “moda” de aquellos tiempos en que se usaba cualquier otro color de vestido para luego poder utilizarlo en otras celebraciones. El impacto que produjo inició la tradición que continua hasta hoy.
El vestido -diseñado por William Dyce- fue confeccionado en seda y encaje. Estaba compuesto por un corpiño ceñido, acabado en pico con escote barco, una falda acampanada plisada, un ligero polisón y una gran cola. La Reina Victoria realizó varios cambios, como salpicarlo de flores de azahar o añadir un gran volante al escote de encaje.
La novia complementó el vestido con otra innovación: un precioso velo de encaje Honiton, que caía desde una corona de flores de azahar. Las únicas joyas que la reina Victoria lució fueron un collar y unos pendientes de diamantes turcos, y un broche de zafiro (regalo de Alberto).
Y si os interesa saber más de la historia de la Reina Victoria, os dejo el tráiler de la película “La joven Victoria” que cuenta esta gran historia de amor. Para mí una de las historias de amor más bonitas que he visto.